Llevábamos bastantes años trabajando para insertarnos al mundo, para ser una buena hija o buen hijo de nuestro sistema, limando todas nuestras agudezas a las exigencias externas y rindiendo grandes tributos al ego. Cada día ganábamos un poco más de reconocimiento, cada vez nos salíamos un poco más de nosotros mismos, sumergidos en el guión que otros escribían y modificaban, versando sobre quienes deberíamos ser en amnesia total de lo que esencialmente somos.
A gusto en este ritmo es que de pronto nos llega la noticia -nunca tan bien planificada- que seremos padres. Y lo digo así porque ese personaje que eramos hasta entonces no tenía ni la más mínima idea de lo que significaba esa segunda rayita en el test, ni mucho menos de cómo este pequeño ser que comenzaba a gestarse desde la micropresencia lograría transformar nuestra realidad de manera gravitante. Así que no importa al fin si uno buscaba o no el embarazo, como sea siempre terminamos removidos.
Es así como sellamos un pacto con el Universo, esta criatura transitoriamente estará a nuestro cuidado y nosotros velaremos por su bienestar. Y en ese mismo instante aparecen los primeros cuestionamientos: ¿cómo lo hago si para mí apenas me alcanza para el bien y todavía no logro fusionarlo con el estar?, ¿dónde voy a aprender a ser padre o madre?, ¿qué es un bebé y qué necesita?, ¿cómo lo hago ahora?, un cúmulo de preguntas que van creciendo y proliferando en cada minuto con nuestra ansiedad.
Pues no sólo se trata de qué leche vas a darle, o qué pañales usarán, ni mucho menos desde qué bandera de la crianza se van a atrincherar. Todo lo contrario, es un llamado al fondo, a habitar nuestro espacio más intimo, a parar la vorágine para mirarnos, donde la forma y la maquinaria superficial nada pueden aportar.
Nos lanzamos al vacío y nuestro único salvavidas el amor, en su totalidad e incondicionalidad. Pero muchas veces no lo sabemos, desconocemos cuál es la energía que nos sostiene y evita que naufraguemos, como si dentro de nosotros aparecieran chispazos aleatorios de un no se qué que nos muestra el camino. Pues hasta entonces habíamos tenido escasos, sino nulos, llamados a vivir de manera consciente, simplemente bastaba con funcionar y rendir los tributos suficientes para que nos pareciera que todo iba bien.
Y es que en nuestro propio mapa puede que nunca se haya fijado el punto del amor incondicional, al contrario, si estábamos muy bien insertados en la sociedad lo más probable es que nuestros códigos fueran condicionamiento puro: para hacer y recibir cualquier cosa debía existir un algo exterior que lo motivara, sea razón o fuerza, amor u odio, reconocimiento u olvido. Entonces nunca nada fue auténtico, al menos no en la profundidad, y es aquí el primer punto en que nos perdemos pues comenzamos a cambiar el lenguaje y la intensidad de nuestro amor.
Al tiempo que nuestro amor florece puede ocurrir -y lo es en la mayoría de los casos- que nuestra propia historia comienza a resentirse, como si pudiéramos contemplar dos cuadros nítidos: uno, desde el llamado a ser padres descubriendo una paleta de colores impresionantes y hermosos, y otro en que las tonalidades planas hicieron que nos rindiéramos a quien eramos por la imposibilidad de plasmar nuestros pigmentos. Esto duele tanto que en cada contraste debemos decidir si continuamos creando un nuevo cuadro u optamos por reproducir el que pintamos en nuestra infancia.
Experiencia que comienza desde que nuestros hijos movilizan nuestras aguas desde el vientre, pero a cada madre y padre nos llama en tiempos distintos, no hay fecha esperada, ni meses ni años, en algún momento esa sensación arriba y nos invita a transformar no solo nuestra energía como cuidadores, sino que a iniciar un proceso de sanación personal mucho más profundo. Y sea cual fuere el momento lo fundamental es vivirlo, abrazarlo en consciencia plena, acompañarnos en el transitar, permitiendo que aprovechemos su máximo potencial para alcanzar un desarrollo auténtico de nosotros mismos, entregándonos a sentir la totalidad, iniciando el camino para renacer.
Porque de todos los test que rendimos en nuestras vidas no hay ninguno que nos cambie tanto como ese que hicimos en nuestro baño, que con apenas dos lineas y unas células revoltosas transformaron completamente nuestro ser.
María Lucía Lecaros Easton
Periodista, Licenciada en Comunicación Social
Postítulo en Género y Desarrollo
Asesora Experta en Acompañamiento a la
Maternidad Consciente y Cria*nza Respetuosa
Asesora de Lactancia EDULACTA
Doula y Terapeuta Holística